Llovía torrencialmente y un trueno lo despertó antes de que sonara el reloj. Miró que ella tuviera los ojos cerrados y se levantó a revisar que no entre agua por las puertas y ventanas. Al pasar por el estudio escuchó al reloj dar las seis. Fue hacia la cocina y preparó el desayuno, como todas las mañanas desde hacía ocho años.
Luego, como un ritual que repetía cada mañana desde el accidente, llenó la bañera con agua tibia, echó sales como le gustaba y sacó del mueble dos toallones blancos. Entró en la alcoba para despertarla con un beso y la llevó hasta el baño, donde la ayudó a lavarse. Luego se sentaron los dos juntos a desayunar y leer el diario hasta las siete y treinta. La llevó hasta el sillón frente al televisor, la besó en la frente y salió hacia la oficina.
A las trece y treinta emprendió el camino de vuelta a casa. Sacó de su bolsillo la llave, la introdujo lentamente en el cerrojo, dio dos vueltas a la izquierda y abrió la puerta. El ambiente estaba pesado y un olor nauseabundo salió por la puerta recién abierta pero, como ocurría todos los días, no tardó mucho en acostumbrarse.
Ella todavía se encontraba en el sillón frente al televisor. Él la besó, y mientras le contaba cómo había sido su día, preparó el almuerzo. Parecían dos enamorados a la luz de las velas. Sin duda una pareja para envidiar. Igual creo que a nadie le gustaría vivir junto a un cadáver, como lo hacía él desde el accidente